
Nuestros cigarros ardían con intensidad anoche, y se veían a lo lejos entremedio de toda la gente. Ambos compartíamos un plan, un secreto que arruinaría la noche de todos. Los faroles alumbraban el momento que todos estaban esperando, en una noche lluviosa, púrpura y con un aire frío pero no menos elegante a la fiesta.
Llegamos de bajo perfil, y con el pasar del tiempo nuestros trajes negros, pulidos a más no poder, comenzaron a llamar la atención. Los cigarros seguían ardiendo y las miradas se multiplicaban. Claramente habían notado nuestra presencia. La hija de tu jefe se acercó tan insípida como siempre, y te robó algunas palabras. Ya es usual que en momentos así deje ver su desesperación por buscarte y estar contigo.
El plan se acercaba a su ejecución, y nuestro deseo de ser imponentes y rebeldes se veía cada vez más real. Le quedaba poco lumbre a nuestros cigarros, y comenzó a sonar una canción lenta, una que conocíamos los dos, que en algún minuto nos sacó risas, miradas, y besos. Era el momento, aquí y en ningún otro punto donde el plan debía llevarse a cabo. Nos miramos, con malicia, con ganas de quemar el lugar, de hacerlos hablar, de hacer llorar a la hija del jefe, de revolucionar el momento, de matarlo de la manera más sanguinaria posible…
Pero no pudimos. Mirarnos a los ojos, escuchando aquella canción, nos frenó. Nos dimos cuenta que los demás en verdad no importaban, que el esfuerzo por arruinarles la noche no valía la pena, porque el momento para nosotros era más significativo. Así que salimos, la noche seguía allí, acompañada por la lluvia que no dejaba de caer. Y nos volvimos a mirar. En el suelo, el agua junto a la luz de los faroles lograba reflejar dos siluetas, una intensa, irreverente con su pañoleta verde, y la otra sencilla, media enamorada.
En cuestión de segundos pasó un auto a lo lejos, y las luces delanteras a distancia revelaron en el charco de agua como las dos siluetas se juntaban y confirmaban que aquel momento realmente sería sólo para ellos.
Llegamos de bajo perfil, y con el pasar del tiempo nuestros trajes negros, pulidos a más no poder, comenzaron a llamar la atención. Los cigarros seguían ardiendo y las miradas se multiplicaban. Claramente habían notado nuestra presencia. La hija de tu jefe se acercó tan insípida como siempre, y te robó algunas palabras. Ya es usual que en momentos así deje ver su desesperación por buscarte y estar contigo.
El plan se acercaba a su ejecución, y nuestro deseo de ser imponentes y rebeldes se veía cada vez más real. Le quedaba poco lumbre a nuestros cigarros, y comenzó a sonar una canción lenta, una que conocíamos los dos, que en algún minuto nos sacó risas, miradas, y besos. Era el momento, aquí y en ningún otro punto donde el plan debía llevarse a cabo. Nos miramos, con malicia, con ganas de quemar el lugar, de hacerlos hablar, de hacer llorar a la hija del jefe, de revolucionar el momento, de matarlo de la manera más sanguinaria posible…
Pero no pudimos. Mirarnos a los ojos, escuchando aquella canción, nos frenó. Nos dimos cuenta que los demás en verdad no importaban, que el esfuerzo por arruinarles la noche no valía la pena, porque el momento para nosotros era más significativo. Así que salimos, la noche seguía allí, acompañada por la lluvia que no dejaba de caer. Y nos volvimos a mirar. En el suelo, el agua junto a la luz de los faroles lograba reflejar dos siluetas, una intensa, irreverente con su pañoleta verde, y la otra sencilla, media enamorada.
En cuestión de segundos pasó un auto a lo lejos, y las luces delanteras a distancia revelaron en el charco de agua como las dos siluetas se juntaban y confirmaban que aquel momento realmente sería sólo para ellos.

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